lunes, 3 de julio de 2017

Tan solo bajar al gimnasio me inundo una sensación de encierro, que hacía yo allí, el lugar era por lo menos poco habitual caminar las pocas cuadras entre mi casa y el subterráneo ya me produjo una sensación extraña. La de caminar disfrazado por la calle. Zapatillas negras, que ocupo para el vestir cotidiano pero que tienen un aire deportivo, un pantalón de buzo con elásticos ajustados en los tobillos, llevaba un polerón celeste y bajo este una polera verde. Lo que me hacía sentir más extraño era la botella de agua y la toalla que llevaba en la mano izquierda, un equipaje sin bolso, necesario para un viaje en bicicleta donde no se iba a ningún sitio. Un viaje estático por los recovecos atrofiados de la propia musculatura. Acá bulle una energía humana, hay un movimiento, no veo dínamos en este sitio, el esfuerzo debería prender ampolletas e iluminar este sitio. Los trotadores estáticos podrían mover un molino y con esa harina fabricar unos panes como terapia complementaria. Me gusta creer que la gente viene aquí para sanar, probablemente me equivoque. Este no es un templo, o si es el templo del ejercicio físico, donde la energía se derrocha, el musculo es la meta, el infierno es un mar de grasa, pero les juro, existen cosas peores que perder el aliento o quedarse gordo.

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