lunes, 3 de julio de 2017

Tan solo bajar al gimnasio me inundo una sensación de encierro, que hacía yo allí, el lugar era por lo menos poco habitual caminar las pocas cuadras entre mi casa y el subterráneo ya me produjo una sensación extraña. La de caminar disfrazado por la calle. Zapatillas negras, que ocupo para el vestir cotidiano pero que tienen un aire deportivo, un pantalón de buzo con elásticos ajustados en los tobillos, llevaba un polerón celeste y bajo este una polera verde. Lo que me hacía sentir más extraño era la botella de agua y la toalla que llevaba en la mano izquierda, un equipaje sin bolso, necesario para un viaje en bicicleta donde no se iba a ningún sitio. Un viaje estático por los recovecos atrofiados de la propia musculatura. Acá bulle una energía humana, hay un movimiento, no veo dínamos en este sitio, el esfuerzo debería prender ampolletas e iluminar este sitio. Los trotadores estáticos podrían mover un molino y con esa harina fabricar unos panes como terapia complementaria. Me gusta creer que la gente viene aquí para sanar, probablemente me equivoque. Este no es un templo, o si es el templo del ejercicio físico, donde la energía se derrocha, el musculo es la meta, el infierno es un mar de grasa, pero les juro, existen cosas peores que perder el aliento o quedarse gordo.
Mi hermana Candela le hace justicia a su nombre. Es una mujer de bares sofisticados, En cada lugar que frecuenta se encuentra con conocidos, no necesariamente comensales, más bien al otro lado de las barras. Salir con ella es un espectáculo etílico y social. Se bebe de lo mejor y se gasta poco. Acompañarla es asumir un rol de accesorio, ella brilla, siempre lista para posar su  mejor angulo en una foto. Disfrutó, según ella, de la mejor escena electrónica a principios de siglo, ese, ahora es un pasaporte al vip de las mejores fiestas. Es hermosa y cálida, de una generosidad inmensa y su sencillez contrasta con la fribolidad de la que se rodea. Trabaja en mil cosas ligadas a la producción, cada peso que gana se lo gasta en una parranda eterna. Consume drogas que ni conozco, se junta con sus amigas a las que llama Las Terroristas. Ultimamente asesora a una gran distribuidora de alcohol, A mi me mima con botellas en miniaturas cada vez que la veo, he conocido brebajes inaccesibles.
Que ocurrió con todo ese entusiasmo con el que se contaba. Era real. Te podía mantener un día entero conversando en un bar con lucidez y alegría. Podías llegar a tu casa a comer algo ligero y acostarte a leer. Podías disfrutar de una rutina simple. No existía la soledad. Todos estaban dispuestos a conversar alrededor de una botella. En que punto la existencia se volvió opaca, No hablo de desconocer la obscuridad. Hablo de la opacidad como norma, como ausencia de brillo, como imperio de la tristeza. Soy un poeta que no supo envejecer, un poeta infantil, una caricatura agotada hace tiempo, y ante aqueya extinción, me recrimino hace tiempo el no haber terminado de existir. He aguantado suficiente esta continua degradación, no se porque lo soporto. Detesto las ocupaciones vulgares, hallo vulgar cualquier forma accequible de ganarse la vida. Detesto la ciudad pero ya no se vivir sin ella. No veo otro escenario que soporte esta enfermedad, ni siquiera me inmagino en otro barrio, le tengo terror a la mudanza, vivo a puertas cerradas, de espalda al mundo y veo como las cosas pasan.
Recién salida de la Unidad de Tratamientos Intensivos, mientras descansaba en un cuarto aislado de la luz. Irrumpí en su cama y tuvimos sexo, ella accedió casi desde la inconsciencia. Escribo esto y rememorarlo prende luces. Al mismo tiempo que me desprecio.