miércoles, 22 de marzo de 2017
Tengo una relación compleja con la cocaína, me gustaría decir entrañable, pero no. Quizás sea una adicción estándar y lo mío una simple dependencia. Pero a mi me resulta compleja, eso quiero creer. El conflicto se gráfica en que no puedo guardarla en un cajón, mis cigarros descansan en el velador y no es necesario fumarlos todos antes de dormir. Si logro reservar un poco y dormir algo, al despertar pensaré en aquello, lo pensaré bastante seguido, el cajón me hará guiños y probablemente seda y acabe con los restos antes del cañonazo de las doce. Pero ya no ando tan cargado, pienso en ella e intento reprimir el deseo, la clave esta en desabastecerse, depender de la mano de un tercero, manejarse con paquetes chicos y claro, hacer un ejercicio voluntarioso. Ya no la considero un estabilizador del ánimo, deseché mis teorías que afirmaban virtudes en el humor sostenibles en el tiempo, deseché el supuesto sentido experimental de su consumo; profundizando ese argumento podría quizás dejarla por completo y la condición de adicto pasaría a ser hipotética o quizás debería volver al consumo exclusivamente festivo, o quizás lavar mi sangre tragando litros de detergente. Leo este párrafo mientras enrollo un billete, pero lo juro, ya no es como era antes. El viento mueve las cortinas, el cuarto se ventila. Me acuerdo de la película que fui a ver al cine, imagino las calles de Edimburgo adoquinadas con jeringas, reviso mi correo y las redes sociales, nada nuevo, guardo lo escrito, termino mi trago y orino en el basurero. Sueño con un barco a vapor llegando a un puerto que podría ser escoces, las calderas explotan cubriendo el paisaje de cenizas blancas, el sol es un punto rojo y las cenizas una neblina como las de Turner . Me entretengo tanto soñando, que al despertar ya estoy atrasado. Mientras me apuro repito mi mantra de energías positivas y me alegro de ser un goloso que no guardo nada.
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